Henry Darger y la Epopeya Glandeco-Angeliniana

Carlos A. Aguilera

Seamos sinceros, ¿hay algo más cómico que un hombre solo?

¿Un hombre que hable y hable y hable siempre consigo mismo, sin parar, gesticulando, interpelando, orinando, rezongando, espiando?

¿Un hombre que viva en un edificio estrechito y solo salga cuatro o cinco veces al día para postrarse delante del cristo de la esquina y que cuando blasfeme (él, no el cristo), lo haga abriendo y cerrando toda la boca como si fuera un pato?

¿Un hombre que no se crea artista ni pato ni cómico y sin embargo sea metafísicamente (taradamente) todo esto?

De alguna manera, esto es lo que sobresale al ver el filme de Jessica Yu, In The Realms of the Unreal (2004), documental que entrevista y recrea el mundo de Henry Darger a lo largo de ochenta minutos… También, lo que queda de las diferentes monografías que existen sobre la vida-obra de este genio, entre ellas, la de Klaus Biesenbach, una de las mejores.

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Para empezar, lo primero que habría que decir es que Darger (Chicago 1892–1973) inventó para la posteridad a la fémina de clítoris grande. No de vulva grande o muslos grandes o entrepierna peluda, tal y como hace más de cien años Courbet tipificó para la modernidad.

No.

Darger, a principios del siglo xx, y en la mayor de las soledades (si entendemos por esto tener escasos encuentros con otras personas) inventó algo que al final ha sido tan importante para Occidente como aquel éxtasis de santa Teresa, donde Bernini unió lo lubricus a lo hagiográfico, o las posiciones sexuales en las ánforas y vasijas griegas.

Darger inventó lo que de manera rápida podríamos llamar la niña-pene.

La niña clitoromegálica y que incluso tiene algo parecido a testículos en su cuerpo.

La niña-guerra.

Y no lo digo exactamente porque en la obra de Darger las Vivian girls luchen contra el mal con fusiles y palos e incluso muchas veces con su propio cuerpo (el mal que encarnan los “glandecos” como caricaturescamente los llama).

Al contrario…

Las Vivian girls encarnan el mal porque en la mentalidad de Darger lo único que puede contraponerse a la guerra es la santidad de la víctima.

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La santidad que difracciona a la víctima, quien a la misma vez que violencia es testigo.

Y esa violencia, que en el caso de Darger alcanzó las quince mil páginas, es precisamente la fábula donde un grupo de siete niñas luchan contra un grupo de soldados (vestidos como en la guerra civil norteamericana aunque con un look más napoleónico), y muchas veces son crucificadas, ahorcadas, asfixiadas, tiroteadas o tasajeadas en pro de la continuación planetaria, de la salvación de los niños esclavos.

Víctimas redentoras.

¿No es lo más normal que una niña-redentora sea, bajo cierta mirada, una fémina critoromegálica, la representación demodé y arquetípica de la fuerza, de lo que ha sido hecho para imponerse, lafalo?

Algo así debió pensar a principios del siglo xx Henry Darger, ya que en La historia de las niñas Vivian en lo que se conoce como los Reinos de lo irreal sobre la Guerra-Tormenta Glandeco-Angeliniana causada por la rebelión de los niños esclavos, aparecen incluso niños (varones) con la misma fisonomía que sus ninfetas.

Es decir, con un pene entre las piernas…

Aunque siempre de rodillas o amarrados, esperando la guerra.

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Pharmakón que en el caso de Darger ha sido interpretado desde el estereotipo (el choque de dos fuerzas donde una debe vencer groseramente a la otra) y no como el encuentro de diferentes realidades, un mundo donde el dolor estará ligado al placer, la muerte, a ciclos repetitivos de vida.

¿No será esto lo que precisamente el norteamericano habrá querido decir colocándole los cuernos del carnero (el carnero que redime con su expiación a la humanidad según el cristianismo y salva y reencarna según el Nuevo Testamento) a las siete Vivian girls, esas enanas que más que luchar, aunque también lo hacen, están en la mayoría de las acuarelas de En los reinos de lo irreal en posición de castigo, ahorcadas o vejadas o tasajeadas por los bigotudos de la tropa glandeconiense?

Lo más probable es que sí.

La tesis de la guerra convencional de donde al final saldría un vencedor no parece estar muy cerca de la mentalidad de Darger, quien además pintaba larguísimos excursos donde ambos mundos, el de cierta paz por un lado y el de la perversión y asfixia por el otro, se unían.

Y lo mismo pienso de su autobiografía y sus diarios meteorológicos…

Estos últimos, escritos a lo largo de diez años y en constante debate (guerra) con el hombre que exponía el parte del tiempo en la radio de Estados Unidos. Un taimado y un mentiroso a los ojos del autor de las niñas “trans” y los soldados pseudonapoleónicos.

Un monstruo.

Un monstruo que se atrevía a distorsionar la naturaleza y él asociaba directamente con el linchamiento y la sangre, tal como se dice claramente en el título de su obra: la Guerra-Tormenta Glandeco-Angeliniana. La tormenta que se lo llevaría todo y no dejaría pollo con cabeza, cosa que ilustran muy bien sus dibujos… La tormenta que produciría más muertos que el mismísimo enfrentamiento norte-sur en Estados Unidos.

¿No es al final el fetichismo lo único puro, lo único realmente puro que tenemos, lo único mío-mío-mío que, como recuerda Bataille, hace que el mal se vuelva definitivamente más cercano, deseable?

Darger, quien además de con la metereología tenía, como resulta evidente, una obsesión con la muerte la de las Vivian girls y la de Elsie Paroubek, una niña que fue asesinada y violada cuando él era joven y de cuyo caso guardó el recorte de periódico durante años, logró armar con todos estos artefactos su propio foco.

Su propio deseo, placer, risita, plagio y neurosis.

Placer, porque pintar a miles de ninfas con sangre tiene que conducir inevitablemente al opio, a un fog donde los cuerpos flotan y se producen heridas entre sí, donde son absorbidos por el dolor.

Deseo, porque nada inflama más el deseo que la realización imaginaria de la propia  parafilia, eso que antes los jodedores llamaban el “secretico”.

Risa, porque a diferencia de lo que escriben la mayoría de sus estudiosos, la obra de Henry Darger es una de las más anfetamínicas y caricaturescas que produjo todo el siglo xx. Y no sólo por esa abundancia de tortura y niñas con la lengua afuera que la caracteriza. También, por su estilo, su mezcla de calco, plagio y cómics…

Su psicodelia.

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¿Existe acaso algún artista en los primeros cincuenta años del siglo xx que desacralice de manera tan puntual el concepto guerra en Estados Unidos?

Es más, y ya que casi todos los que han comentado la obra del de Chicago hablan de que La historia de las niñas Vivian… es una mirada muy particular al conflicto secesionista norteamericano, ¿se puede encontrar a alguien que lo haya psicotizado, descentrado, parodiado, transexualizado y sublimado tanto como el limpiapisos Darger (recordemos que además fue portero de hospital y vagabundo)? ¿Alguien que se haya atrevido a meter tantas mariposas, menstruaciones y baba de viejo en unas acuarelas como él?

Difícil.

Los personajes de su “novela”, llamados general Libertino, general Golpeenlacabeza, general Cabezadecerdo, general Grancorazón, los cuales participan zorrunamente en la batalla de los cerdos de Angelina, en la batalla de los cien pepinos, en la de la montaña de los dedos, etc., no me dejarán mentir.

Tampoco, el mismo título de su obra, el cual no sólo hace referencia a los dos universos que se enfrentan en esta contienda (el Glandeco, de glans, glande, el cual está obsedido por una mentalidad masculino violenta. Y el Angeliniano, de pureza, niñas “transgénicas” y rituales de sangre), sino, a la inversión y horizontalidad de los conceptos…

A la desacralización.

Allí donde los otros vieron epopeya, Darger sólo vio un teatro cómico. Un bestiario de niñas con pitos largos que se divertían asistiendo a su propia muerte.

Allí donde los otros leyeron política, dominio, biología, economía, destino, fuerza, el esquizo Darger solo leyó caricatura.

Caricatura y droga.

Y ya sabemos, sin ambas, es imposible entender el universo de lo sagrado.

Sin ambas, es imposible, incluso, entender a los parafrénicos en Occidente.