La experiencia del arte en la época del fin de su autonomía

Carlos Simón (1)

I

Hablar sobre el fin, la muerte y el entierro de las ideas fundamentales de la modernidad como proyecto de autoconciencia de la subjetividad occidental se ha convertido en la teoría social contemporánea en un modo de pensarse a sí misma. Al parecer, la experiencia del pensamiento occidental de detenerse en el origen de las cosas, y aun montar la historia desde ese claro especular, se ha transformado en un problema para el escepticismo radical del pensamiento de la negación, que niega constantemente y cuyo elemento de conciliación con su experiencia de naditud es el fin. Así, el fin de la autonomía del arte, es una construcción sistemática de esa nada que adjudica una autoevaluación del arte a la luz de sus encarnaciones en el ethos sociocultural de una época determinada.

En realidad esta construcción sistemática significa el fin de un concepto de autonomía construido y practicado por un ethos sociocultural instaurado en la época moderna, sobre la base de la construcción de una imagen del mundo específica. Sin embargo, el problema de la autonomía del arte, pese a la situación del arte contemporáneo, constituye una clave de sentido para una analítica desde la cual se le puede pensar, aun en la condición del arte actual.

El concepto de autonomía no sólo se refiere al proceso de autolegitimación racional de un determinado tipo de praxis, que es como se entiende a sí misma en la modernidad, sino al modo en que esencialmente un elemento se reconoce a sí mismo en la diferencia. Este concepto es, por tanto, una determinación relacional por el que el elemento preserva su unidad específica en la dimensión simbólica de la realidad sociocultural. La autonomía del arte como problemática debe sostenerse en el ámbito de una autodeterminación estética del arte en relación con el universo conceptual del propio sistema artístico, y por tanto, con la totalidad de sus conceptos fundamentales.

La autonomía del arte como problemática auténticamente sostenida en y más allá de una sociología artística cultivada por la teoría cultural marxista, donde ambos conceptos conforman un binomio entrópicamente deconstruido sobre la plataforma teórica postmoderna, tiene su referente cronotópico en la modernidad estética. La época autonómica del arte, es la constelación histórica de la denominada modernidad estética, que se instaura en la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del siglo XX. La constitución del campo histórico- autonómico del arte moderno es propia de una distinción de la modernidad respecto de lo histórico como consideración antropo-cronocéntrica y de la manifestación de la subjetividad como esencia de esta.

II

Nuestro tiempo aparece inédito en el modo en que asume la experiencia del lenguaje y, por tanto, en él se muestra la dimensión simbólica de nuestra relación afectiva con el mundo y específicamente con el arte; tornándose peculiarmente singular en relación con la experiencia de la belleza. En nuestra época, se suele hablar más de la experiencia de lo bello que del arte. Lo bello, en tanto lo que se encuentra y procura en lo otro y en uno mismo, siempre será algo dado en la mediación extática del ser que es llamado ante la cosa, por ser una experiencia que trasciende la problemática del juicio y la problemática del valor. También es una verdad, postulada por Inmanuel Kant en su analítica del juicio estético e intuida profundamente en todas las tradiciones de la Antigüedad y conceptuada de un modo esencial en la mayéutica socrática, que lo bello trasciende la experiencia del arte y constituye una experiencia trascendental de sentido. Sin embargo, hay que reflexionar en que sentido se objetiva esta experiencia en el ámbito contemporáneo.

La noción de lo bello, pasa hoy por un proceso que tiene que ver con la desautonomización del arte desde la caída del vanguardismo y el esteticismo modernos, la aproximación del ideal postindustrial de la mercantilización cósica de lo real, y el advenimiento de un modelo global de superficialidad basado en el descentramiento compulsivo- dispersivo de los valores y el conocimiento. Esto se manifiesta en el horizonte de los disímiles públicos actuales desde la facticidad de sus experiencias cotidianas en su contacto mediático con la superficie visual del espacio representacional de la cultura postmoderna. Esto sucede, en primer lugar y ante todo en nuestra experiencia personal; porque pese a todo el tiempo transcurrido y la perpetuación de la dimensión crítica hasta el nivel de la permanente sospecha en la conciencia estético- cultural de Occidente, nuestra percepción históricamente constituida continúa mediada por el espejo ilustrado de la autoadjudicación subjetivista de la experiencia estética. Desde luego, hay más que esta cuestión fenomenológica de la percepción, en una relación tan problemática como es la experiencia estética frente a la plena mundanidad del aquí y ahora del arte y/en la vida.

Sin embargo la situación no sólo es respecto de lo bello, sino también del arte. El arte contemporáneo no sólo ha sido despojado de su aura cúltico-contemplativa, ha sido también despojado de su “dignidad filosófico-espiritual” del que se valía hasta hace unos decenios en el interior del mundo artístico- cultural y no sólo en las disquisiciones del campo intelectual de las academias universitarias. Y esta condición la sostiene el arte en la época del fin de su autonomía estético-vanguardista. Diríase hoy, que la actualidad de lo bello es incapaz de preservar la actualidad del arte. Y no desde una perspectiva cronológica, sino en el sentido de vivenciar lo bello (y lo que se experiencia en la belleza como estado), en el cometido de sostener desde una pertinencia hermenéutica el arte como una tarea del pensamiento estético-filosófico. La “actualidad” del arte contemporáneo radica más bien en su vertiginosa inactualidad, en su incapacidad de establecer un presente y un mundo (2), y en su respectiva incapacidad de mostrar auténticamente este establecimiento.

Nada de asombroso, al parecer, tiene el hecho de experienciar lo bello más allá del arte. Sobre todo si caemos en la cuenta de que, el ser humano, es justamente un estado de abierto en el que la experiencia del sentimiento le compete la apertura siempre posible de ser un estado sentimental (3). Y el sentimiento es esencialmente sentir afectante y temperante (dimensión tópica de lo estético), donde la realidad adquiere una complejidad matizada, tónica, que despierta en nosotros la alegría y el dolor. En la Crítica del juicio, Inmanuel Kant nos habla de la experiencia estética como aquello que suscita un juicio específico y comporta un estado del ser que no sólo se da frente a una obra de arte, sino que se nos da siempre en nuestra experiencia como sujeto cognoscente frente al mundo fenoménico. Lo sorprendente radica en no experienciarlo más acá en el mismo arte, y que se sustituya un estado de ánimo por otro en su recepción (4) y, por tanto, comporte una sensibilidad sospechosa; lo asombroso reside en la condición del arte en la sociedad global.

Mas, la experiencia estética también supone hacerle frente a una objetividad: la obra de arte; sin embargo, ¿qué significa hoy el arte? Y aquí está el problema. Las generaciones más recientes de la Tierra se enfrentan a una situación en la que la cuestión del arte está entre las interrogantes que imperan de un modo casi silencioso y desde la espera, en la preocupación vital por el hombre y la historia. La situación actual del arte, sin dudas, ha cambiado, así como nos enfrentamos a una época en la que se reconoce que existe un nuevo horizonte en nuestra experiencia como ser histórico- existencial, cuyos confines no podemos atisbar a dilucidar. Esta es la época de la civilización planetaria, donde las coordenadas espacio-temporales, el sentido de la historia, la transformación de la metafísica en ciencias operativas conducidas por la cibernética, el advenimiento de una nuevo modo de superficialidad y la constitución de un horizonte comunicativo y productivo en el que se transnacionalizan las experiencias culturales, el lenguaje, y las relaciones sociales de producción son las claves de una nueva subjetividad, y por tanto, de un nuevo modo de aprehender nuestra relación con el cosmos, con el mundo, con la realidad.

El arte ha sido sentenciado a muerte desde hace dos centurias; y en verdad ha muerto, como los moribundos que expiran luego de sentir por tanto tiempo el hastío de la propia muerte. Ha muerto luego de un largo sueño utópico, y quien la declaró fue un pensador romántico: Hegel. Quizás es esto lo que aún se experiencia en el arte: el hastío, vacío de una experiencia que siempre termina por escindirse en una sociedad cuya tendencia inequívocamente es análoga. La razón de este vaciamiento va más acá de la razón dialéctica de Hegel, se encuentra en el punto de ruptura de la realidad misma y no es para caer en la crisis del nombre, ni hacer con ello el funeral de la Historia: el arte se ubica hoy en la topología postmoderna del esparcimiento visual de la distopía y la disolución mercantil de su utopía.

El vaciamiento que experiencia el arte de la época contemporánea, cuya última purgación la intenta hacer en el espacio mediático-virtual, ha sido celebrada por la sensibilidad cibernética, y en ello aparentemente no hay una disonancia: se vive allí en un mundo felizmente concordante. Desde luego, un arte que antes había vivido la misma crisis, y que tanto tiempo luchó por su autonomía institucional, con la pretensión de ser el último bastión de la trascendencia y el último lugar del mundo donde ciertamente existía – con certeza dramática- una conciencia colectiva del presente histórico, constituyó su preámbulo.

La experiencia de lo bello hoy es sobresaturante en la fruición gustativa de la indiferencia, en el entusiástico carismatismo de los nuevos tipos de emocionalidad que se configuran en las redes flexibles, extáticas y rizomáticas de las pantallas, en la voluntad asumida por el triunfo de Narciso en un Occidente que avanza hacia una experiencia cada vez más autocomplaciente, sin detenerse seriamente en la autocontemplación reflexiva.

Sin embargo, la experiencia del arte sigue siendo un reclamo fundamental de la utopía, y no es de extrañar, cuando es en Occidente donde la experiencia de representación, producción y proyección de la utopía se ha vuelto paradigmática justamente en la praxis poético- artística. ¿Qué dirección nos lleva a tomar la mayoría de los proyectos utópicos construidos en la modernidad; el proyecto del poeta alemán J. F. C. Schiller en sus Cartas para la educación estética? ¿o el Marx joven (y yo diría el Marx hasta hoy día) con su conversión del homo oeconomicus a homo humanus mediante la educación estética de los sentidos?

La autonomía del arte fue un canto de liberación, de emancipación que perduró en los cien años más vertiginosos y catastróficos de la modernidad, pertenecientes a una singladura decisiva de la época en que ella se instaura, cuyo canto de cisne tocó a las puertas con el fin de esta misma época y las crisis de las utopías. La apertura a una época que hoy le llamamos postmodernidad, sigue viviendo en el remolino desatado de sus crisis y sus términos. En ella el arte se ha convertido en una estructura altamente cotizada por la instancia suprema de la democracia mercadotécnica.

La autonomía artística sólo persiste en su determinación ontológica de sostener el esfuerzo de la utopía desde una estética de la emancipación que hoy pasa por ser no el programa de un ethos sociocultural sino un relato que ha sido diseminado en medio de las narrativas postmodernas.

III

En la revista Gaceta de Cuba, No. 1/ 1998, el ex profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, Emilio Ichikawa, publicó un artículo sobre el “fin” de la autonomía del arte, cuyos contenidos atraviesan el campo del discurso artístico-cultural desde hace aproximadamente dos centurias; en algunas problemáticas que expone en estas direcciones temáticas: la correspondencia axiológica entre los conceptos de libertad y revolución, de autonomía y reforma; el entusiasmo y la historia en tanto acontecer social como experiencias estéticas en la época moderna, el predominio de la noción de progreso en la modernidad; y la tesis clave del ensayo, en torno a la situación del arte actual desde la relación mercado-arte en la sociedad contemporánea.

El texto se inicia con la cuestión de la noción de libertad y culmina con la situación actual del arte, cuyo curso lógico- narrativo proporciona el supuesto fundamental: la autonomía del arte. Pero atraviesa en su dis-curso un concilio categorial estético- filosófico tan peculiarmente autocentrado en la dimensión político-filosófica, que hace que tal supuesto navegue sobre determinados presupuestos que lo llevan a no permanecer en la cuestión central, para su suerte quizá.

Para abordar la pregunta sobre el fin de la autonomía del arte, hay que partir de la problematicidad del concepto de autonomía y de la noción proteica y caleidoscópica del arte en la época contemporánea. Pero al llegar aquí no detenerse en su contemplación conceptual, sino preguntar sobre la legitimidad de abordar el arte desde el horizonte problemático de la autonomía, y/o cómo es posible continuar sobre tal cosa y por qué. Suponer que el fin de la autonomía tiene una relación directa con el mercado es algo correcto en su evidencia, pero no tiene nada que ver con lo esencial en torno al arte contemporáneo, y tampoco sobre el mercado como relato socio-epistémico de una globalización constituida sobre la base de una economía de consumo.

Es sintomático, por demás, con una corrección para la modernidad estética y la modernidad política esclarecedora, aun en relación con la propia experiencia histórica de la nación cubana, como inicia este texto Ichikawa:

“La libertad tiene un componente negativo central; un valor-ruptura que justifica el deseo de emancipación que lleva implícito. Por esta razón los planteamientos libertarios suelen ser más diáfanos a la hora de destruir que a la hora de edificar. De más está decir que este juicio tiene corroboración histórica.“ (5)

Aquí se toma la libertad como un ideologema perceptiblemente afín a la experiencia nihilista de la época moderna, experiencia afín de lo que él mismo le llama modernidad estética. Pero la libertad no es, como aquí deja al albedrío de una gramática de la negación, una mónada invisible cuyo centro sea una tempestad saturnal, no es un dispositivo nodal donde una energía es superior a la otra, por mor de una interpretación esquiza tendiente a la energía negativa como centro generativo y explosivo. Este ideologema está propiamente constituido sobre la Ilustración y se nutre en el vórtice la Revolución Francesa.

La libertad es en sí misma una experiencia íntegra y problemática, y es, en todo caso, lo manifiesto en la experiencia del acontecer, ella es el órgano ontológico de la historia (6). El propio Karl Marx, así como toda la tradición filosófica clásica alemana moderna, cuyo orto sistémico y sistemático es Hegel, la toma como un acto epistemológico en el que se manifiesta la esencia de la subjetividad, pero siempre vista desde una perspectiva global que aprehende la propia modernidad como un todo coherente, y desde una dimensión ontológica respecto del ser esencial del ser humano.

Ichikawa toma la libertad como un ideologema que legitima casi de modo excluyente la experiencia moderna, sea esta histórica y/o estética, y lo enfrenta como caballo de Troya a la experiencia moderna de las revoluciones. Se trata de las revoluciones (7) burguesas, proletarias y los nacionalismos emancipatorios que perduraron hasta la década del 60´ del siglo pasado, cuyo paradigma intrahistórico es la Revolución Francesa. Argumento grácil que toca la fibra trágica que acompaña (y de veras ha acompañado) cualquier revolución, donde la figura del Terror es un fantasma del cual aún no ha podido exorcizarse (8).

Caballo de Troya que se parte en el frágil intento de ver la libertad como propiedad óntica de una experiencia intrahistórica, donde el intento de legitimar una actitud política frente a la otra, desde una contraposición radical es evidente. La libertad es un concepto integral, que como él mismo cita a Isaiah Berlin, se experiencia como libertad positiva y como libertad negativa; pero asociado, en el “curso occidental” de la historia, al funcionamiento político de la polis griega en el orden de la autonomía y de las revoluciones modernas en el orden de la negatividad (9).

La correspondencia axiológica entre libertad y revolución, y autonomía y reforma sólo puede ubicarse en las coordenadas de una Historia de las Ideas que obvie la expansión dialéctica de las propias revoluciones en una temporalidad donde los sujetos que intervienen asumen una responsabilidad ante la historia, así como obvia la libertad precisamente como la posibilidad misma del acceso a la experiencia de lo real, independientemente de la voluntad axiológica que sirva de impulso a los sujetos que participen en ella. Debe ubicarse en la praxis de los mismos sujetos, y en la comprensión de los procesos múltiples de la dinámica sociocultural y política de la historia, se esté tomando la Bastilla o manifestando el disenso en la res publica.

Ahora bien, la experiencia histórica de la modernidad como experiencia estética, va más allá del entusiasmo; sobre todo si se percibe que ésta aprehensión en realidad proviene de la concientización profunda que Rousseau, Kant, Schelling, Hegel, Marx, et al, hicieron de una sociedad escindida que se disolvía en las antinomias de la razón, o donde “todo lo sólido se desvanecía en el aire y todo estaba impregnado por su contrario” (10). El fervor entusiástico del espectáculo de la revolución sucumbe al drama de la existencia cotidiana que nada tiene que ver con la escena y el espectador frente al telón de la historia, sino con la seguridad de vivir en el mundo, bajo la voluntad esquiza del capital que escinde y desorienta.

IV

La experiencia de la modernidad descubre la tragedia misma del sujeto histórico en una escena donde éste se contempla a sí mismo frente a un espejo roto y observa el drama ontológico de su existencia en la mise en scéne de la producción. Allí la producción de objetos artísticos va en camino con las otras regiones de la existencia, y en este mismo régimen de acontecer el arte pide su absoluta autonomía, Rimbaud exige la absoluta modernidad y el artista se convierte en el intelectual rebelde que erige como estandarte espiritual de trascendencia la liberación de las cadenas opresivas de la sociedad por medio de su arte y de su genio.

La constitución del campo histórico-autonómico del arte y del artista fue constituido sobre la base del proyecto ideo-teleológico de la Ilustración, la Revolución Industrial, y la conciencia estética del Romanticismo de contemplar el arte como una realidad superior. Nada más entusiástico como proyecto, nada más trágico para el creador.

El arte en la modernidad como instancia pública constituyó una empresa dinámica que instauró pautas sólidamente establecidas y basamentos superestructurales para entrar en su condición autonómica con la que ejerció el dominio de la artisticidad sobre una época decisiva en la configuración de una nueva constelación histórica. Pero más que la celebración de este proceso en nombre de la libertad, en verdad este responde a la crisis de la subjetividad moderna, a la crisis del proceso de subjetivación de la modernidad eurooccidental que se venía gestando desde finales del siglo XVIII (11). La llamada modernidad estética, la época de la autonomía del arte, es la época de la gestación del vaciamiento del arte en Occidente, que coincide con el fin de la metafísica y la transición hacia una era global-planetaria.

El campo histórico-autónomo del arte no sólo es una institución compleja y dinámica que no se puede ver meramente desde una perspectiva histórico- evolutiva que marque los puntos de avance del proceso, sino también percibir los procesos complejos que coadyuvaron a realizarlo como un campo autónomo. La autonomía del arte es un proceso autotélico precisamente cuando el artista se convierte en un intelectual que opera en un campo cultural hiperdiferenciado, con una lógica trascendente que sostiene la propia lógica de su campo de acción y pensamiento. Es en la era de la modernidad estética, donde el modernismo y el vanguardismo se codifica y se recodifica bajo la aureola racional del progreso y siempre sobre un basamento ideológico-conceptual y un manifiesto (12).

El arte en tanto es una realidad dinámica sólo puede ser aprehendida desde la complejidad de toda la trama sociocultural y el mundo histórico. Y desde allí se puede ver en la horizontalidad de sus relaciones internas, o en sus relaciones con la realidad extraartística. Sólo desde esta perspectiva que aprehenda a una vez los dos momentos se puede hablar de autonomía y heteronomía del arte.

Hoy el arte, como praxis cultural, pasa por ser un fenómeno de fascinación que se desliza en el espacio heterónomo de la geografía post-espacial de la globalización planetaria, a merced de ser absorbido por la lógica de la conversión de los bienes simbólicos intraculturales a meros bienes mercantiles, y ser expediente de ocurrencia y recurrencia que disemina las narrativas en la superficie de las emociones del día. Lo que ayer en el campo histórico-autónomo del arte era un terrible peligro hoy se ha convertido en una realidad sobre la cual el grito de la rebeldía, la exigencia de la vanguardia y el espíritu de la propia época, se han perdido en la inmensa superficie de nuestra civilización.


*Tomado de A Parte Rei. Revista de Filosofía 33 http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/index.html 

1 Este texto es, a una, el metacomentario de un ensayo cuyo tema era el fin de la autonomía del arte publicado por la Gaceta de Cuba 1/1998, y una observación sobre la experiencia del arte en la sociedad global.

2 Esta referencia heideggeriana de la incapacidad ontológicamente dada de sostener un arte auténtico, no tiene que ver con una situación fatal, sino con una destinación que propiamente acontece en la situación de la era postmoderna, como temporalidad sobre la que se impone un modelo de superficialidad basada en la ausencia de sentido, la dispersión y la infravalorización del mundo como mundo.

3 El hombre es un estado sentimental, al mismo tiempo que es un estado volente y de intelección, al decir de Xavier Zubiri en De la volición y el sentimiento, y, por tanto, es una totalidad espiritual que puede aprehender su relación con el cosmos de un modo especial.

4 Esta sustitución es una real transformación, de lo que Andreas Huyssen en su Mapa del postmodernismo, (Opción #8/1993, La Habana) define como sensibilidad postmoderna, y que yo preferiría denominarla en una clave hermenéutica, que nos ubica en el estado de fascinación luego de una transformación de la catarsis en el ámbito del espacio global. Quiero decir, la catarsis pertenece a un estado estético del ser que se experiencia en un espacio objetivado desde la perspectiva y la jerarquía, donde la percepción coloca y distribuye el objeto en un horizonte de sentido y lo hace converger en una totalidad (totalidad ausente y/o distorsionada en la alienación) con una imagen del mundo. En el espacio post-geográfico de la superficie virtual postmoderna se anula la perspectiva y ésta se convierte en una espacialidad simultánea postemporal y postespacial en la que se diseminan los objetos mediante una vinculación esquiza y palimpséstica de la realidad.

5 En el ámbito de la academia universitaria cubana, en 1994 se desplegó una discusión acerca de las relaciones con los ideales ilustrados de positividad (razón instrumental) y negatividad (razón emancipatoria) de la tradición liberal- reformista y la progresista-revolucionaria respectivamente en la historia de la nación cubana. Los principales exponentes eran Rafael Rodríguez y Cintio Vitier. (ver Revista Casa de las Américas # 193, La Habana, Cuba).

6 En De la esencia de la verdad, Martin Heidegger, expone desde una búsqueda de la esencia de la verdad, la esencia misma de la libertad, y expresa:

“La libertad no es sólo lo que el sentido común quiere entender bajo ese nombre: el antojo ocasional que a la hora de la elección se inclina de este lado o del otro. La libertad no es la falta de ataduras que permite poder hacer o no hacer. Pero la libertad tampoco es la disponibilidad para algo exigido y necesario (y, por lo tanto, en algún modo, ente). La libertad es antes que todo esto (antes que la libertad «negativa» y «positiva») ese meterse en el desencubrimiento de lo ente como tal. El propio desocultamiento se preserva en el meter-se ex-sistente por el que la apertura de lo abierto, o, lo que es lo mismo, el «aquí», es lo que es. La esencia de la libertad, vista desde la esencia de la verdad, se revela como un exponerse en el desocultamiento de lo ente.”

7 Emilio Ichikawa es posible que plantee, desde una perspectiva de un pesimismo spengleriano, que las tres revoluciones científico-tecnológicas de Occidente también mostraron su lucidez en la destrucción, pero no lo creo, sobre todo cuando parte de una defensa del liberalismo reformista. Estoy muy de acuerdo en que la revolución-patria es absolutamente moderna, pero no veo razón para suponer una parte del todo como el todo.

8 En El marxismo realmente existente, el teórico marxista norteamericano Fredric Jameson expresa en torno al problema de la praxis revolucionaria y de la revolución como tal dos elementos libidinosos y recurrentes, a saber, la cuestión de la toma del poder, sobre todo en su sustentación y conservación, y la suspensión enervante de la figura del terror. (El marxismo realmente existente, Revista Casa de las Américas # 211/1999, La Habana, Cuba.)

9 La libertad integral de la que habla en La voluntad de sentido , Viktor Emil Frankl parte de una concepción originaria donde el sujeto no es la historia sino la persona como sujeto concreto de la existencia histórica, en ella la libertad es íntegra y esencialmente opción y responsabilidad.

10 El pensamiento de Karl Marx se inscribe en esta constelación, con la profundidad crítica de quien percibe una ontología auténtica del devenir y la contradicción como en el centro de tal ontología desde la experiencia de la historia misma.

11 La crisis de la subjetividad occidental como subjetividad trascendental se gesta ante el impacto de un proyecto crítico de la Ilustración, ante la explosión revolucionaria del 1789, y el advenimiento de un siglo que cuestiona esta subjetividad ante la responsabilidad del sujeto frente a la historia, frente a su finitud existencial,  y frente a sus fuerzas finitas como ser histórico.

12 Este basamento referencial no es más que la instauración de la Kunstwissenchaft hegeliana, pero además, continúa siendo la interpretación del arte como praxis autónoma que pasa a ser en la experiencia de la artisticidad moderna expresión de la vida del hombre.


Imagen: Flavio Garciandia, de la serie «Tropicalia I», ca. 1988-89