Carlos A. Aguilera
¿Existe alguna relación entre la obra de Toshio Saeki, ese perverso, como lo ha clasificado cierta crítica-Occidente, y la fotografía de tumores y patologías del doctor Ikkaku Ochi?
Ninguna, si miramos taxativamente.
Saeki, es un pintor japonés nacido a finales de la Segunda Guerra Mundial, en Osaka. Un pintor de esperpentos. Y el doctor Ochi, un hombre del siglo xix. Un hombre que gastaba sus días en un hospital de provincia.
Sin embargo, Ochi ha dejado una de las mejores colecciones de fotografías de enfermos que existan. Todos con malformaciones, huecos, hiperplasias, pústulas, flemones, hinchazones y quiebros. Y Saeki, quien a causa de su oversexed, ha sido requisado e incluso advertido por la policía japonesa, ha “ilustrado” hasta ahora, como nadie, la relación entre mito y deseo en el ser humano (especialmente el nipón, que como demuestran el caso Sagawa y los buruseras, las tiendas de blúmers usados en las principales ciudades japonesas, suele ser bastante particular); su alianza.
De ahí que su obra, zoofílica y cabrona, aunque también cursimente conceptual, haya sido entendida más como un archivo del desvío que como lo que es propiamente, un estudio del imaginario popular (con cierta dosis de humor, socarronería e incluso realidad infra), un estudio de todo eso que va alejando al hombre de su constructo animal hasta transformarlo en no-víctima.
Transformación que, como han mostrado otros japoneses en el siglo xx ―Oshima y Musumura por ejemplo, para no alejarnos del mundo de la imagen― no puede estar exento del dolor para ser real…
Del dolor, la sangre, el golpe y la coprofagia. O como en el caso de Blind beast, esa genialidad de Musumura a finales de los 60s, la psicodelia.
¿No es lo más cercano a cualquier archivo, sea este de reactualizaciones de mitos (Saeki) o de imágenes de enfermos (Ochi), cierta obnubilación, cierto no-va-más que en algunos casos se salda simplemente con el cierre de un libro?
Ochi, el patólogo militar Ikkaku Ochi (no perdamos de vista que perteneció veinte años a la armada imperial), lo sabía bien.
No sólo porque buscó amplificar su Atlas al máximo, esto es lo que haría al fin y al cabo cualquier coleccionista, sino que “cerró” una de las mejores Sammlungen de discapacidades de las que se tengan noticias desde la invención de la fotografía.
Más fuerte incluso que la muy citada y bellísima de La Salpêtrière, con sus cuerpos rígidos y teatrales, “dedeados” muchos de ellos por los doctores de turno, como cita en su libro sobre la histeria Didi-Hubermann. [1]
Y más fuerte incluso que la colección de cráneos del Museo Lombroso en Milán, construido para impresionar a sus visitantes.
Las 356 fotografías que guardó el doctor Ikkaku en una caja de madera casi pueden pensarse como un reservorio del mal. No porque su exposición pueda afectar a alguien: de hecho fue pensada con fines terapéuticos; sino, porque muestran en sí, estéticamente en sí, toda su belleza.
Toda la belleza de la deformación, el dolor y el excremento que brota.
La belleza de lo negativo.
Y en esta reflexión sobre lo negativo es que su archivo, su kakugan, como le llamaba a su colección jugando con kaku, nombre de un lugar en Japón, y gan, cueva, forma un “único” con la obra de Toshio Saeki, sin dudas, uno de los que mejor ha interpretado el legado de la era Meiji, aquel donde una mujer hacía el amor con dos pulpos (¿recuerdan a Hokusai?), y donde demonios, sirvientas y amantes formaban un imaginario abigarrado, barroco, si es que aun este vocablo quiere decir algo.
Saeki, que a diferencia de los pintores del siglo xix japonés, suele crear superficies muy “limpias” en sus cuadros, sin movimientos bruscos, y con mucha menos sangre que los practicantes del Ero Guro, el cual se inició en Japón a partir de un caso real de asfixia en los años treinta del siglo pasado, toma de ambos imaginarios lo mejor, esto es, la riqueza bollo-psicológica y cierto regusto por lo macabro, y lo combina con algo que ha sido muy pobremente leído en su caso: el sentido del humor.
Humor que como él mismo cita en una entrevista que dio a conocer Vice hace unos años [2], está relacionado con Osaka, ciudad donde transcurrió su infancia y “donde todo el mundo siempre está bromeando”, pero también con ese fetichismo exagerado de la mitología erótica japonesa, donde los falos son desmesurados, los gestos de dolor teatrales y las mujeres siempre tienen el papo tremendamente abierto, como un cerdito a punto de que le introduzcan la púa.
¿No es precisamente este “tremendo” lo que hereda Saeki, aunque sería mejor decir reapropia, en su obra, y lleva a un grado de higienización y estetización extremo?
Confieso que el Saeki que más me gusta es ese que tiene algo incompleto.
Algo que no puede ubicarse ni en el dibujo ni en la ilustración ni en la pintura, aunque lo más seguro es que sea todo esto a la vez. [3]
Un algo no hecho, que a la misma vez que ironiza el archivo iconográfico de la época Meiji (1868-1912) y su antecesor inmediato, el periodo Edo, con sus “estampas del mundo flotante”, penetra en él con baba y mañas de viejo, una lubricidad muy explotada a posteriori por el cine europeo y norteamericano del siglo xx.
Así como por las postalitas eróticas, claro; muy populares en el Japón de la infancia del artista según confiesa él mismo.
Postalitas que los niños y adultos se pasaban de mano en mano (esto casi podría ser una escena de Godard) y durante años fueron la principal fuente de robustecimiento erótico en el escenario de posguerra.
Esos viejos que vienen arrastrándose hasta la muchacha a pasarle la lengua…
Esas geishas llenas de sangre y menstruación…
Esos niños idénticos que se rebanan el lóbulo frontal o pisotean una cabeza…, no son para nada eróticos ―por lo menos a mí no me lo parecen―, aunque aprovechan la intensidad-eros para crear un locus.
Diálogo que como en las buenas piezas de teatro da la impresión de haber comenzado antes.
Mucho antes de que aconteciese ese todo que estamos viendo.
Y mucho antes de lo que podríamos llamar, Girard mediante, el sacrificio.
Concepto que recorre la obra de ambos y no se explica, solo, por la violencia de lo que cada uno narra:
La violencia del masturbador.
La violencia de la mujer con una excrecencia en el ojo.
La violencia del hombre con la cabeza en el culo.
La violencia de la teta inflamada.
Sino, por el deseo, como escribía antes…
Ese tan evidente a ojos de nuestro médico, quien, personalmente, llevó a muchos de sus pacientes al mismo fotógrafo para indicarle exactamente qué zona, qué pose necesitaba de cada uno de sus enfermos.
(En la introducción al libro Dr. Ikkaku Ochi Collection (Scalo Verlag, Alemania, 2004), la investigadora Anna von Senger refiere que el hospital donde el patólogo trabajaba se encontraba solo a 800 metros del estudio fotográfico de Tsutomu, donde se tomaron todas estas imágenes.)
Y por supuesto, por el placer…
Tal como se observa en los grabados del “psicópata” Saeki, al mostrar esa eterna lucha entre los kappas y las nínfulas: las nínfulas que a veces también son bestias y samuráis y bocas chupadoras.
Y al dejarnos en claro que ese placer, todo placer, no sólo está conectado con la devoración, la succión, el desangramiento, la mordida…
Sino, con la risa.
La risa pesadilla, para llamarla de alguna manera.
La risa amok.
Risa aún más intensa que cualquier otra que emitamos o seamos capaces de escuchar, y que por suerte ni siquiera puede ser pensada desde el ontos (ese aparatico falso que solo conecta con falsedades), ya que en su centralidad niega todo lo que es interruptus, deriva.
¿Hubiera sido deseable un encuentro entre Ikkaku Ochi y el edonista Saeki, un encuentro donde se mezclaran el Yo, la iconografía y los delirios de ambos?
Lo más seguro es que sí.
Entre las socarronerías de uno y los tumores del otro hubieran inventado algo que aún nos cuesta trabajo entender: el animalito humano moderno…
El animalito bipolar y tullido.
[1]. A propos, iconografía esta, la de La Salpêtrière, muy bien utilizada recientemente por el artista español Javier Viver en su libro-exposición Révélations (Editorial RM, Madrid, 2015)
[2]. Álvaro Rodríguez de la Rubia, “Dibujos sin límites morales”. En Línea: http://www.vice.com/es/read/entrevista-toshio-saeki
[3]. Toshio Saeki pinta siguiendo la técnica chinto. Es decir, “un proceso de impresión con cuatro colores, cian, magenta, amarillo y negro en un esfuerzo por adaptar la gráfica unidimensional ukiyo -xilografías o grabados en madera de la época Edo- a la actualidad”. Artículo en línea: http://septimovicio.com/tendencias/0304113-el-surrealismo-perverso-de-toshio-saeki-recupera-las-estampas-del-mundo-flotante/